Sentado plácidamente sobre una vieja y descolorida hamaca en el patio
interior de la antigua y señorial casona gris, y presidiendo Vega la escena
desde su cenit, Walter agachó la vista y le dio la enésima oportunidad,
posiblemente también la última, a El poder y la gloria.
Aún caminaba sin rumbo definido el señor Tench por las primeras páginas del
libro, cuando Walter creyó oír un grito desgarrador, algo así como el horrible
lamento de quién se resiste abandonar este mundo interponiendo sus desnudos
brazos, cortados y arañazos por la daga fatal, entre su propio cuello y la
puntilla del verdugo.
Acobardado, Walter alzó la vista y situó el sonido que acababa de oír en la
segunda ventana del primer piso, pensó que tendría que subir corriendo los
escalones, con el dolor que ello supondría para su vieja compañera la artritis,
y recorrer el largo pasillo de arcos medievales antes de llegar a la habitación
que correspondía con dicha ventana.
Con más calma y aplomo del esperado, dada la situación, se levantó, cogió
inadvertidamente una gruesa revista de entre las que encontró a su lado,
la enrolló a modo de garrote y dudando de la efectividad del mismo y sin
tenerlas todas consigo, subió renqueante pero resuelto los escalones que daban
al voladizo.
Más pronto de lo que hubiera querido, Walter llegó a la puerta que separaba
el incierto presente del temido futuro, apoyó su temblorosa mano diestra en el
picaporte y apretando con fuerza la revista, lo giró y empujó cargando a la vez
con todas sus fuerzas, pensando que así conseguiría algo parecido a un efecto
sorpresa.
La puerta no cedió y el impacto magulló el hombro del pobre Walter.
No soy un héroe, ¿qué estoy haciendo?
Llamó con fuerza a la puerta, gritó, despertó a los vecinos de habitación y
congregó frente a la puerta a seis dormidas personas armadas de quejas y
legañas.
Llegó también, y este con malos modos, el encargado nocturno de la casa
rural, pues a eso dedicaba sus últimos años la vieja, y en algunas zonas,
destartalada casa. Preguntó por el causante del alboroto y Walter, apartando la
vista, se defendió como pudo tratando de explicar lo que creía estar ocurriendo
en el interior de la habitación. El encargado dio unos golpes a la puerta y,
comprobando que nadie respondía, pidió que todos retrocedieran un par de pasos
y extrajo de un bolsillo la llave maestra.
Al verla, Walter pensó que por ahí podía haber empezado la actuación
del bedel, y apretando con fuerza la revista enrollada, dejó de prestarle
atención para centrarse de nuevo en el horrible drama que se gestaba en esa
habitación.
Lenta y crujiendo al paso, como los viejos huesos de Walter, la puerta se
abrió, dejando paso a un inesperado chorro de luz cegadora...
Bueno, qué ¿Sigo?